De croissants, culos gordos y minifaldas valientes

El otro día, mientras entrenaba en el gym – sí, para todos los que me lo preguntan una y otra vez, todos los días intento hacer algo de ejercicio, y eso no significa que me vaya a convertir en la versión femenina de Hulk ni que tenga un trastorno compulsivo – tuve una conversación interesante con Mario e Irene en torno a por qué narices la gente tiene la insana costumbre de opinar sobre cuerpos y decisiones ajenas. Spoiler: no llegamos a ninguna conclusión, pero sí les dije que escribiría sobre ello.

Crecí en la época en la que las revistas eran el oráculo de la perfección y yo, con mis curvas y carnes flácidas, era el croissant abandonado en la vitrina de los brócolis del supermercado. Te hacían creer que las mujeres de las revistas eran las reales, como la mayoría de las mortales. ¿Lo eran? Sí, tanto como un unicornio rosa con abdominales de acero.

Y ahí estabas tú, comprando todas las dietas milagro, las cremas anticelulíticas que prometían dejarte la piel como el papel seda y cocinando la sopa milagrosa de un cardiólogo que, casi seguro, ni era cardiólogo ni sabía hacer sopa, porque aquello sabía a rayos. Pero oye, había que intentarlo todo para conseguir ese cuerpo imposible, sin importar la genética que tuvieras.  

Y con cada crema que acababa en la basura, con cada dieta que terminaba harta de ver que no creaba el milagro esperado, mi frustración y mi celulitis crecían a partes iguales y mi autoestima se iba desinflando como las colchonetas de mi piscina en agosto, que todos los años acaban pinchadas por el calor del verano murciano.

Lo hice. No lo de conseguir mi ansiado cuerpo de modelo, sino lo de caer en todas esas trampas. Lo probé todo, menos ser amable conmigo misma. Caí hasta en las llamadas a la «Teletienda» para comprar la última crema milagrosa que prometían adelgazar mis brazos y dejarme la piel como la porcelana y al final lo que me dejaban era la cuenta bancaria tiritando. Crecí siendo una víctima más de la presión social, del qué dirán y del cómo opinarán.

Pero ¡sorpresa!, de repente un día mis Bichos me miran y me dicen: «Mamá, ¿sabes que hay mujeres que pagan por tener un culo como el tuyo?» Y ahí me quedo yo, con mi genética de tordo  – cara fina y culo gordo – intentando digerir ese halago que estalla en mi cabeza como algo irónico pero cargado de realidad. Mis complejos cortocicuitan y mi autoestima ya no sabe si reír o llorar.

Una de las cosas que admiro de las nuevas generaciones es que ellos no opinan sobre los cuerpos de los demás, aceptan. No se complican la vida con dietas locas ni con cremas que prometen lo imposible. Y si alguien les viene con un «¿Has visto cómo le queda a fulanito o menganito esa ropa?», ellos responden con un rotundo «yo no me lo pondría, pero si él se ve bien, me parece perfecto».

¿Quieres comerte esa pizza sin sentir que tienes que correr después una maratón para compensarla? Cómetela. ¿Quieres ponerte esa mini falda aunque tus piernas reboten como gelatina al andar? Póntela. ¿Quieres hacer ejercicio o no hacerlo? La decisión es tuya y de nadie más.

Ellos lo tienen claro y yo, todavía estoy en proceso de aprenderlo. O al menos, de intentarlo.

La semana pasada salí a correr por primera vez en mi vida con unos shorts. Sí, mis piernas gruesas iban botando al compás de mi trote cochinero, y ¡sobreviví! Y este invierno me compré una minifalda vaquera que, después de meses con la etiqueta puesta en el armario, por fin hace unos días salió a pasear en los primero días de calor de esta primavera. ¿Significa eso que ya he superado mis complejos? No. Pero es un pequeño homenaje a mis piernas fuertes, a mi culo generoso y a mi yo del futuro que, espero consiga algún día opinar menos sobre lo que ve en el espejo y más sobre lo que realmente importa: vivir y reírse un poco más.

Así que la próxima vez que te creas con derecho de opinar sobre el cuerpo de alguien, que sea sobre el tuyo. Y hazlo para bien. Porque si hay algo que he aprendido en este proceso es que, al final del día, nadie más que tú va a aplaudirte por hacer las paces con el croissant que llevas dentro. Feliz flexibilidad.